Trabajaréis en este artículo de la siguiente manera:
1) Realizar una lectura comprensiva, buscando aquellos términos que desconozcáis.
2) Hacer una presentación utilizando la aplicación thiglink u otra que sea muy visual.
3) Hay que trabajar cinco ideas y no extenderse demasiado.
4)El plazo de entrega es hasta el 15 de Junio.
ARTÍCULO DEL PAÍS (11 de Mayo de 2020)
(Atur Galocha y Nuño Domínguez)
Así infecta el coronavirus
Los virus son inquietantes porque no están vivos ni
muertos. No están vivos porque no pueden reproducirse por sí mismos. No
están muertos porque pueden entrar en nuestras células, secuestrar su
maquinaria y replicarse. En eso son efectivos y sofisticados porque
llevan millones de años desarrollando nuevas maneras de burlar a nuestro
sistema inmune. Es una batalla que comenzó hace más de 3.500 millones
de años con la aparición de las primeras formas de vida en la Tierra y
que continúa ahora con la epidemia global de coronavirus.
Más del 60% de las enfermedades infecciosas en humanos vienen de patógenos compartidos con animales salvajes y domésticos.
Cada año estas enfermedades infectan a unos 1.000 millones de personas y
matan a 2,7 millones de ellas, la inmensa mayoría en países pobres. El
coronavirus ha causado por ahora poco más que 3.300 defunciones. Un 0,1%
del total.
La recombinación de los virus
La zoonósis, el paso del virus de los animales al ser humano, se
puede dar después de un proceso de recombinación de diferentes virus.
En el caso de la gripe H1N1 de 2009 el paso se dio de aves a cerdos y de ahí al ser humano.
En el caso de la gripe H1N1 de 2009 el paso se dio de aves a cerdos y de ahí al ser humano.
La evolución de una zoonósis
Algunos animales salvajes pueden ser reservorios de virus. Cuando estos patógenos saltan a animales domésticos o a humanos que no han desarrollado inmunidad pueden suceder epidemias si el virus tiene capacidad de transmisión.
La aparición de patógenos emergentes es cada vez más
frecuente debido a las actividades humanas. Uno de los casos que mejor
lo ilustra es la enfermedad desconocida de la que alertaron dos médicos
—uno en Los Ángeles otro en Nueva York— el 5 de junio de 1981.
Describían infecciones pulmonares y un cáncer agresivo que ya había
matado a algunos de sus pacientes. Todos eran hombres jóvenes, sanos y
homosexuales.
En aquel momento era imposible saber que todo había
comenzado 60 años antes en un rincón de África —Kinsasa, en la entonces
colonia belga de Congo— donde el virus de inmunodeficiencia de
chimpancés había contagiado a un humano, convirtiéndose en el VIH.
El virus se expandió gracias a una tormenta perfecta
amplificada por los humanos: un gran movimiento poblacional provocado
por el colonialismo, transportado hacia la costa por el nuevo
ferrocarril y acelerado por el tráfico de mujeres prostituidas —el VIH se transmite por vía sexual—.
Después de los años sesenta, el virus salió de África hacia América y
el resto del mundo para convertirse en una pandemia que ha infectado a
75 millones de personas y matado a 30 millones. Es asombroso que toda
esta historia no se conociera hasta 2014, cuando se analizaron por
primera vez secuencias genéticas de diferentes cepas virales de humanos y
chimpancés de la zona de Congo. Cuanto más parecidas son dos cepas, más
cercanas están en el tiempo y el espacio. Es lo mismo que ahora se está
haciendo con el coronavirus.
Por ahora no se sabe qué animal originó el brote de
SARS-CoV-2, pero todo apunta a que sucedió en China y que la especie en
cuestión fue un murciélago. Los murciélagos son uno de los reservorios
de virus más habituales, incluido el ébola, probablemente porque han
desarrollado una inmunidad que les permite sobrevivir con cargas virales
leves. Cuando estos patógenos saltan a otras especies, sus sistemas
inmunes no saben luchar contra ellos y puede originarse una epidemia si
el virus es evolutivamente apto para propagarse. Lo más parecido a la
secuencia genética del nuevo SARS-CoV-2 es un virus de murciélago
aislado en Yunnan (China) con el que comparte el 96% de su material genético.
El nuevo coronavirus y el SARS de 2003 —otro primo cercano con el que comparte más del 80% del genoma— usan la misma puerta de entrada:
la proteína ACE2, que se forma en la superficie exterior de las células
del pulmón y otros órganos y que siempre tiene que estar ahí, pues es
esencial para mantener la presión sanguínea y evitar enfermedades
cardiovasculares. Para el virus, la ACE2 es como una cerradura en la que
introduce una llave: la proteína S. Cada tipo de coronavirus tiene una
proteína S ligeramente diferente —es uno de los elementos que más
mutaciones acumulan debido a su importancia para iniciar la infección— y
conocerla en todo su detalle es esencial para poder desarrollar
tratamientos.
El actual coronavirus es capaz de abrir cerraduras de células humanas y
de muchos otros mamíferos, pero no de ratones o ratas, los animales más
usados en investigación. Para sortear este problema hay que desarrollar
ratones transgénicos que producen la versión humana de la ACE2. Uno de
los primeros estudios realizados con estos animales, publicado por científicos chinos en Biorxiv,
muestra que la virulencia del nuevo patógeno es “moderada”; menor que
la del SARS de 2003. Esto puede explicar por qué el 80% de los
infectados solo desarrolla síntomas leves, según la Organización Mundial
de la Salud.
Una vez dentro de la primera célula humana, un coronavirus
puede generar hasta 100.000 copias de sí mismo en menos de 24 horas,
explica Isabel Sola, investigadora del Centro Nacional de Biotecnología
(CNB-CSIC). Cada vez que sucede este proceso la célula invadida es
destruida y esto es lo que puede producir la neumonía y el resto de
síntomas de la enfermedad Covid-19.
Cada vez que un virus infecta a una célula nueva se pueden
producir erratas —mutaciones— en el copiado de su secuencia genética,
compuesta por 30.000 unidades —en comparación un genoma humano contiene 3.000 millones—.
Existe el miedo de que en una de las millones de veces que el virus se
multiplica gane una mutación que le dé una nueva capacidad, por ejemplo
más letalidad. Pero eso no es lo que suele suceder, explica Ester
Lázaro, experta en evolución de virus del Centro de Astrobiología, en
Madrid. “Normalmente, los virus suelen cambiar a mejor. Para ellos no
tiene sentido volverse muy letales, pues pierden la posibilidad de que
la gente infectada siga haciendo vida más o menos normal, se mueva e
infecte a más personas; por eso el proceso de evolución, que es un
proceso ciego, suele favorecer que los virus se hagan cada vez menos
virulentos”, detalla.
Las vacunas y antivirales
que se están desarrollando se basan en interferir en el proceso
molecular de infección, que sucede a escalas de diezmilmillonésimas de
metro. Para entender la forma exacta de las proteínas virales y humanas
se usan criomicroscopios electrónicos que congelan las muestras a casi
200 grados bajo cero. Esto permite obtener una imagen fija y detallada
de las proteínas virales.
Una de las vacunas más avanzadas se basa
en introducir un ARN mensajero que produce la proteína S del virus, pero
no el resto del patógeno. Esto permite que el sistema inmune la
identifique y la recuerde, de forma que si un virus real entra en el
cuerpo, los anticuerpos se unen a esa proteína y comienzan el proceso
para destruir al virus. Esta vacuna desarrollada por la empresa
estadounidense Moderna en colaboración con los Institutos Nacionales de
Salud (NIH) de EE UU va a comenzar a probarse en voluntarios sanos en
abril. Pero se trata solo de la primera de las tres fases de pruebas en
humanos necesarias para aprobarla. Según el NIH, ninguna vacuna estará
lista para usarse antes de un año, con lo que solo podrá usarse si el
patógeno resurge el próximo invierno o si se convierte en una enfermedad
estacional, como lo es la gripe.